viernes, 20 de febrero de 2009

Ana Y Sandra

Sus vidas se cruzaron una noche, en una fiesta. Borracha una, sobria la otra.
Sandra, la joven borracha, pidió fuego a Ana, la sobria madura. –No fumo- fue la respuesta. A partir de ahí no volvieron a separarse. Ana no fue capaz de quitarse de la cabeza, ni de la retina, los ojos color violeta de Sandra. Ésta contó a Ana, en el idioma de los borrachos, que se encontraba muy aburrida en compañía de su amigo, deseaba largarse de ahí cuanto antes. Ana se encontraba más o menos en la misma situación, sólo que al estar sobria el aburrimiento era mayor. Había acudido a la fiesta con un compañero del trabajo, y sólo por compromiso. Detestaba las fiestas, así que; propuso a Sandra salir de allí inmediatamente. Se fueron, pasando de todo. En la oscuridad de la carretera Sandra rompió el cómodo silencio asegurando que nunca se había sentido tan tranquila con nadie. Ana la observó como si la conociera desde siempre. Nadie comprendió por qué, de repente, se materializó un integrante más en la familia de Ana. Ahora eran Ana, su marido, su hijo, y Sandra, que sencillamente apareció un día con sus maletas y se instaló. Lógicamente, el marido encaró a Ana, pero ella no supo qué responder. Sólo afirmó que el que no estuviese de acuerdo con la decisión, podía marcharse cuando quisiera.
Sandra ocupó la habitación de invitados, feliz, y dispuesta a ser amigable con todo el mundo. Se encariñó rápidamente con el niño, y éste con ella; pasaban horas jugando al parchís y a las damas. El marido llevó la situación como pudo. Primero pensó que su mujer se había vuelto loca; luego, que tal vez era lesbiana; luego dejo de pensar y lo aceptó sin más. ¿Qué más daba?, quería a su mujer, y si el hecho de tener allí a su joven amiga la hacía feliz, pues él no lo iba a impedir. Además, Sandra le hacía gracia, era simpática y agradable, contribuía con los gastos de la casa y cocinaba muy bien. No molestaba en absoluto. Su mujer estaba de muy buen humor, nunca la había visto tan animada. Sí, había sido una buena idea que Sandra fuese a vivir con ellos. No todo tiene explicación. Esto no la tenía ¿Acaso tenía Sandra algún poder especial? ¿Alguna extraña virtud que hacía que la gente la amase? Él no lo sabía. Era una joven alta, bella, de ojos exóticos, simpática y con una enorme casa en la que no deseaba vivir. En varias ocasiones intentó preguntar la razón, pero no hubo respuesta, un casi imperceptible movimiento de cabeza y una mirada perdida a lo lejos, daban claramente a entender que no deseaba hablar del tema. Todo lo que pudo averiguar, gracias a su mujer, fue que provenía de una familia muy adinerada que le dejó en herencia aquella casa. Nadie la llamaba nunca; tampoco salía; sólo lo hacía con su mujer y nunca decían adónde iban. Había un gran misterio alrededor de la joven, pero él no se preocupó en averiguarlo. Era de los que pensaban que saber demasiado era peligroso. Ojos que no ven, corazón que no siente. Un buen día, al abrir la puerta del dormitorio, encontró a su mujer haciendo las maletas. Ésta le informó con serenidad que se iba de la casa por un tiempo, pero que Sandra se quedaría para atenderlo a él y al niño. No explicó la razón de esa decisión, empacó casi la totalidad de sus pertenencias y se marchó. Se quedó solo con mil preguntas en los labios. Sandra no supo, o no quiso responderlas. Con el tiempo, la joven pasó a ser un pilar muy importante en la vida del padre, y también en la del hijo. Ana desapareció por un período de cuatro largos años, nadie supo donde estuvo ni qué fue lo que hizo durante ese tiempo. El día del regreso, se reencontraron todos en el salón; el niño, ya no tan niño, Sandra, el marido y Ana; de aspecto serio pero guapa, con su traje de chaqueta y el pelo recogido. El marido no podía creerlo, Ana había vuelto, sus ojos la recorrían de arriba abajo, buscando alguna diferencia con la Ana de hacía cuatro años. No la encontró, su actitud era la misma, serena y casi sin expresión. Las preguntas se acumulaban en sus labios pero se contuvo, ella debía saber que él estaba esperando las respuestas. No la presionaría, ya hablaría sola. El niño se acercó, la miró asombrado y se abrazó en silencio a ella, que colocó una mano protectora sobre su cabeza. Sandra también se acercó, y con lágrimas en los ojos hizo lo mismo; Ana colocó su otra mano sobre la cabeza de ella. Nadie habló. Ni siquiera cuando Ana se dirigió a su habitación llevando las maletas; se tumbó sobre la cama y se durmió sin más. El marido permaneció todo el tiempo en la habitación, sentado al lado de la cama, mirándola. Ana durmió cinco horas seguidas, se levantó, tomó un té con algunas galletas y volvió a dormirse otras cinco horas. Él no se movió de su sitio, veló su sueño para que nada la perturbara. No quería dormir, temía despertar y no encontrarla.
Al día siguiente, Ana despertó renovada. Durante el desayuno, el marido no dejó de mirarla ni por un momento, estaba esperando las respuestas tan ansiadas. No las hubo, Ana no habló. Sólo se instaló en la casa como si nada hubiese sucedido. Él se quedó sin sus respuestas pero no se le ocurrió insistir; tenía miedo de perderla otra vez. Además, estaba lo de Sandra. Cuando Ana se enterase seguro que volvía a irse. ¿Pero qué podía haber hecho él? No tenía la culpa si la joven se metía en su cama casi todas las noches. “Me siento sola” -decía-, y él era incapaz de pedirle que se fuera. El olor de su pelo y la tibieza de su piel lo volvían loco. Así que la dejó, permitió que ella se comportase como su mujer y como la madre de su hijo. No tenía idea si Ana regresaría alguna vez. Ella no iba a pretender que él le fuera fiel durante todos esos años ¿no?. De todos modos se sintió en falta, tenía remordimientos. Se llamó gilipollas a si mismo. ¿Acaso él sabía algo de lo que había hecho su mujer durante todos esos años?. No, menudo idiota estaba hecho. Durante esa semana, un día, su mujer se dirigió en silencio a la habitación de Sandra; recogió todas sus cosas y las transportó a la habitación que compartía con su marido. Por la noche, cogió a Sandra de la mano y lentamente la llevó hasta su propia habitación, donde ya estaba él descansando. La miró a los ojos y le rogó que se quedara, que continuara haciéndolo feliz, ella se instalaría en la otra habitación. Sandra y el marido se miraron perplejos, confusos. Cuando él quiso abrir la boca para protestar, Ana ya estaba cerrando la puerta con la mirada baja. A partir de entonces, Sandra compartió la habitación con el marido de Ana. A ésta no parecía importarle, todos la notaban satisfecha con la decisión. Volvieron a ser amigas como antes. Se divertían y salían a menudo.
La vida siguió su curso de forma apacible, hasta que un día la familia descubrió a Ana haciendo las maletas otra vez. El marido no podía creerlo, se dirigió a ella, la cogió por los hombros y le exigió respuestas. Ana volvió a callar. Se dijo a sí mismo que no estaba en situación de exigir nada; él ya no mantenía una relación sentimental con ella, pero la quería; nunca dejó de quererla. No deseaba que se fuera. Ana se fue. Los volvió a dejar a todos sin ninguna explicación.
No tuvo reparos en abandonar a su hijo por segunda vez. Antes de que cruzara el umbral de la puerta, éste la detuvo y le suplicó que no se fuera, pero Ana no miró atrás. No volvieron a tener noticias de ella durante otros tres años. ¿Qué terrible situación estaría atravesando Ana para tener que desaparecer de esa forma? ¿Acaso sufría alguna enfermedad terminal o mental?.
Preguntas sin respuestas. Se había acostumbrado a esa incertidumbre. Sandra volvió a convertirse en la protagonista absoluta de sus vidas. Se encontraban cómodos los tres, se entendían y respetaban. El niño dejó de preguntar por su madre. Ella se ocupaba de él, ayudándolo a atravesar la difícil etapa de la pubertad, como una verdadera madre.
Nada se le podía reprochar a esa joven, dedicada en cuerpo y alma a una familia que no era la suya, pero a la que sentía como propia. Por las noches, junto a Sandra, el marido de Ana la recordaba ya como un personaje muy lejano. Un día de primavera, se presentó en la casa un notario; con gesto amenazante y una notificación que aseguraba que la casa ya no era de ellos.
Según él, había sido vendida por Ana el mes anterior, debían abandonarla en el término de quince días. La familia no podía creerlo, Sandra tampoco. ¿Cómo había sido capaz de dejar sin techo a su propio hijo? ¿Por qué no les comunicó sus intenciones? Es verdad que la casa era de Ana, había pertenecido a sus padres y ella la heredó siendo aún soltera; podía venderla con libertad, pero era muy extraño que lo hiciese de esa forma. A pesar de sus rarezas, estaban seguros del amor de Ana hacia su hijo. Algo grave debía estar sucediéndole para tomar semejante decisión. No tuvieron más alternativa que instalarse en la enorme casa que Sandra detestaba. Debieron hacer varios arreglos en ella, estaba muy descuidada, casi abandonada.
Sandra se hizo cargo de todo, tenía dinero. Ahora el padre y el hijo casi dependían de ella. Él ganaba un dinerillo con un trabajo de media jornada que prácticamente no alcanzaba para nada.
El comienzo de sus vidas en común en aquella enorme casa, los marcó a todos de diferente manera. El hijo, ya un adolescente, estaba encantado con el cambio. Presumía delante de sus amigos y no hacía más que pensar en la mejor forma de decorar su habitación; colgando grandes posters de sus músicos preferidos en las paredes. El marido de Ana adoptó una actitud sumisa, casi tímida con respecto a Sandra. A él tampoco le gustaba aquella casa, era oscura y demasiado grande. Saber que la joven la detestaba y no tener idea del motivo hacía que la sintiese más amenazante aún. Tal vez la odiaba porque había sucedido algo espantoso en ella; un asesinato, un secuestro, una violación. ¿Quién sabe? El caso es que Sandra deambulaba por la casa como una autómata, su rostro sólo recuperaba el color cuando salía de allí. Le propusieron ponerla en venta para comprar otra, pero ella se negó. No lograron que dijese nada más. Dos meses después, mientras estaban cenando, la televisión emitía unas crudas imágenes del momento de la caída de una importante banda de narcotraficantes. Un tiroteo, en el cual murieron sus principales integrantes; sus fotos destacaban en la pantalla. Una de ellas revelaba una Ana preciosa, con el pelo suelto y revuelto, vestida de negro y con una pistola en su mano derecha. Durante mucho tiempo y con autorización de Sandra, la casa fue su base de operaciones.

9 comentarios:

TitoCarlos dijo...

Me resulta un tema insólito de esos que cuenta Almodovar o Allen, pero, como los de ellos, está narrado de forma que parece natural como la vida misma.
Un relato encantador.

P Vázquez "ORIENTADOR" dijo...

Muy original la historia, puede ser el resumen de una novela mas larga.

adolfo payés dijo...

Muy profunda en la relación de las amigas cómplices de su destino...

muy bien redactado, me ha gusta mucho. me amarro hasta el final..

un abrazo inmenso con mucho cariño..

un beso

coco dijo...

Genial. Me lo he leido de pe a pa. Eres un crack, querida.

Andrea dijo...

Gracias Tito, si, me atraen los relatos de ese estilo. Un abrazo.

Andrea dijo...

Gracias orientador, he participado con este relato en un concurso pero, creo que ha sido considerado demasiado 'original' o raro quizá por el jurado. Un abrazo.

Andrea dijo...

Adolfo, cuanto me alegra que siempre te guste lo que publico. Un abrazo enorme para ti.

Andrea dijo...

Coco. Que lo hayas leído hasta el final tiene su mérito, es largo. Gracias por el elogio querido.

Javier dijo...

Cuando algo que lees te gusta, no importa cuántas líneas tenga. A veces, cuando veo algo muy largo me echo para atrás pero bastan las primeras líneas para engancharme. Reflejaste muy bien la historia. Además, como bien han apuntado por arriba, "recuerda" a Almodóvar por ese universo femenino al que tanta importancia le otorga en sus historias. Te felicito, Andrea.

Un abrazo.