sábado, 21 de febrero de 2009

Pequeña carta de amor

Un pequeño texto escrito hace tiempo, en un momento de inspiración romántica.


Entiéndeme, me desborda. Son demasiados sentimientos. Es una etapa, sólo hay que esperar a que pase; no dura, nunca dura mucho. La disfrutaré.

Disfrutaré de esta repentina sensibilidad que roza la cursilería. Emocionarme al escuchar la letra de una canción, observar dos niños jugando o una nube pasar.

Es por ti, porque estás, me escuchas, me acompañas, aunque no logres entenderme. No te preocupes, sé que no es fácil hacerlo, mi agradecimiento es porque no dejas de intentarlo, y ese esfuerzo, continuo, tiene un solo significado: me quieres.

Comprobar que me quieres me emociona, logra que te quiera más, tu amor alimenta el mío. Lo veo reflejado en tus ojos y me pregunto que hice yo para lograr esa mirada. Te observo contemplarme con amor y todo desaparece, me derrito, me entrego. Haces conmigo lo que deseas, lo acepto todo.

Sin dignidad, sin autoestima, puedes pisarme, humillarme o despreciarme, qué más me da, soy feliz sólo con verte, olerte o escucharte. Me río, tú no haces esas cosas, tengo la suerte de ser dueña de tu amor. Qué orgullosa estoy de mi.

viernes, 20 de febrero de 2009

Ana Y Sandra

Sus vidas se cruzaron una noche, en una fiesta. Borracha una, sobria la otra.
Sandra, la joven borracha, pidió fuego a Ana, la sobria madura. –No fumo- fue la respuesta. A partir de ahí no volvieron a separarse. Ana no fue capaz de quitarse de la cabeza, ni de la retina, los ojos color violeta de Sandra. Ésta contó a Ana, en el idioma de los borrachos, que se encontraba muy aburrida en compañía de su amigo, deseaba largarse de ahí cuanto antes. Ana se encontraba más o menos en la misma situación, sólo que al estar sobria el aburrimiento era mayor. Había acudido a la fiesta con un compañero del trabajo, y sólo por compromiso. Detestaba las fiestas, así que; propuso a Sandra salir de allí inmediatamente. Se fueron, pasando de todo. En la oscuridad de la carretera Sandra rompió el cómodo silencio asegurando que nunca se había sentido tan tranquila con nadie. Ana la observó como si la conociera desde siempre. Nadie comprendió por qué, de repente, se materializó un integrante más en la familia de Ana. Ahora eran Ana, su marido, su hijo, y Sandra, que sencillamente apareció un día con sus maletas y se instaló. Lógicamente, el marido encaró a Ana, pero ella no supo qué responder. Sólo afirmó que el que no estuviese de acuerdo con la decisión, podía marcharse cuando quisiera.
Sandra ocupó la habitación de invitados, feliz, y dispuesta a ser amigable con todo el mundo. Se encariñó rápidamente con el niño, y éste con ella; pasaban horas jugando al parchís y a las damas. El marido llevó la situación como pudo. Primero pensó que su mujer se había vuelto loca; luego, que tal vez era lesbiana; luego dejo de pensar y lo aceptó sin más. ¿Qué más daba?, quería a su mujer, y si el hecho de tener allí a su joven amiga la hacía feliz, pues él no lo iba a impedir. Además, Sandra le hacía gracia, era simpática y agradable, contribuía con los gastos de la casa y cocinaba muy bien. No molestaba en absoluto. Su mujer estaba de muy buen humor, nunca la había visto tan animada. Sí, había sido una buena idea que Sandra fuese a vivir con ellos. No todo tiene explicación. Esto no la tenía ¿Acaso tenía Sandra algún poder especial? ¿Alguna extraña virtud que hacía que la gente la amase? Él no lo sabía. Era una joven alta, bella, de ojos exóticos, simpática y con una enorme casa en la que no deseaba vivir. En varias ocasiones intentó preguntar la razón, pero no hubo respuesta, un casi imperceptible movimiento de cabeza y una mirada perdida a lo lejos, daban claramente a entender que no deseaba hablar del tema. Todo lo que pudo averiguar, gracias a su mujer, fue que provenía de una familia muy adinerada que le dejó en herencia aquella casa. Nadie la llamaba nunca; tampoco salía; sólo lo hacía con su mujer y nunca decían adónde iban. Había un gran misterio alrededor de la joven, pero él no se preocupó en averiguarlo. Era de los que pensaban que saber demasiado era peligroso. Ojos que no ven, corazón que no siente. Un buen día, al abrir la puerta del dormitorio, encontró a su mujer haciendo las maletas. Ésta le informó con serenidad que se iba de la casa por un tiempo, pero que Sandra se quedaría para atenderlo a él y al niño. No explicó la razón de esa decisión, empacó casi la totalidad de sus pertenencias y se marchó. Se quedó solo con mil preguntas en los labios. Sandra no supo, o no quiso responderlas. Con el tiempo, la joven pasó a ser un pilar muy importante en la vida del padre, y también en la del hijo. Ana desapareció por un período de cuatro largos años, nadie supo donde estuvo ni qué fue lo que hizo durante ese tiempo. El día del regreso, se reencontraron todos en el salón; el niño, ya no tan niño, Sandra, el marido y Ana; de aspecto serio pero guapa, con su traje de chaqueta y el pelo recogido. El marido no podía creerlo, Ana había vuelto, sus ojos la recorrían de arriba abajo, buscando alguna diferencia con la Ana de hacía cuatro años. No la encontró, su actitud era la misma, serena y casi sin expresión. Las preguntas se acumulaban en sus labios pero se contuvo, ella debía saber que él estaba esperando las respuestas. No la presionaría, ya hablaría sola. El niño se acercó, la miró asombrado y se abrazó en silencio a ella, que colocó una mano protectora sobre su cabeza. Sandra también se acercó, y con lágrimas en los ojos hizo lo mismo; Ana colocó su otra mano sobre la cabeza de ella. Nadie habló. Ni siquiera cuando Ana se dirigió a su habitación llevando las maletas; se tumbó sobre la cama y se durmió sin más. El marido permaneció todo el tiempo en la habitación, sentado al lado de la cama, mirándola. Ana durmió cinco horas seguidas, se levantó, tomó un té con algunas galletas y volvió a dormirse otras cinco horas. Él no se movió de su sitio, veló su sueño para que nada la perturbara. No quería dormir, temía despertar y no encontrarla.
Al día siguiente, Ana despertó renovada. Durante el desayuno, el marido no dejó de mirarla ni por un momento, estaba esperando las respuestas tan ansiadas. No las hubo, Ana no habló. Sólo se instaló en la casa como si nada hubiese sucedido. Él se quedó sin sus respuestas pero no se le ocurrió insistir; tenía miedo de perderla otra vez. Además, estaba lo de Sandra. Cuando Ana se enterase seguro que volvía a irse. ¿Pero qué podía haber hecho él? No tenía la culpa si la joven se metía en su cama casi todas las noches. “Me siento sola” -decía-, y él era incapaz de pedirle que se fuera. El olor de su pelo y la tibieza de su piel lo volvían loco. Así que la dejó, permitió que ella se comportase como su mujer y como la madre de su hijo. No tenía idea si Ana regresaría alguna vez. Ella no iba a pretender que él le fuera fiel durante todos esos años ¿no?. De todos modos se sintió en falta, tenía remordimientos. Se llamó gilipollas a si mismo. ¿Acaso él sabía algo de lo que había hecho su mujer durante todos esos años?. No, menudo idiota estaba hecho. Durante esa semana, un día, su mujer se dirigió en silencio a la habitación de Sandra; recogió todas sus cosas y las transportó a la habitación que compartía con su marido. Por la noche, cogió a Sandra de la mano y lentamente la llevó hasta su propia habitación, donde ya estaba él descansando. La miró a los ojos y le rogó que se quedara, que continuara haciéndolo feliz, ella se instalaría en la otra habitación. Sandra y el marido se miraron perplejos, confusos. Cuando él quiso abrir la boca para protestar, Ana ya estaba cerrando la puerta con la mirada baja. A partir de entonces, Sandra compartió la habitación con el marido de Ana. A ésta no parecía importarle, todos la notaban satisfecha con la decisión. Volvieron a ser amigas como antes. Se divertían y salían a menudo.
La vida siguió su curso de forma apacible, hasta que un día la familia descubrió a Ana haciendo las maletas otra vez. El marido no podía creerlo, se dirigió a ella, la cogió por los hombros y le exigió respuestas. Ana volvió a callar. Se dijo a sí mismo que no estaba en situación de exigir nada; él ya no mantenía una relación sentimental con ella, pero la quería; nunca dejó de quererla. No deseaba que se fuera. Ana se fue. Los volvió a dejar a todos sin ninguna explicación.
No tuvo reparos en abandonar a su hijo por segunda vez. Antes de que cruzara el umbral de la puerta, éste la detuvo y le suplicó que no se fuera, pero Ana no miró atrás. No volvieron a tener noticias de ella durante otros tres años. ¿Qué terrible situación estaría atravesando Ana para tener que desaparecer de esa forma? ¿Acaso sufría alguna enfermedad terminal o mental?.
Preguntas sin respuestas. Se había acostumbrado a esa incertidumbre. Sandra volvió a convertirse en la protagonista absoluta de sus vidas. Se encontraban cómodos los tres, se entendían y respetaban. El niño dejó de preguntar por su madre. Ella se ocupaba de él, ayudándolo a atravesar la difícil etapa de la pubertad, como una verdadera madre.
Nada se le podía reprochar a esa joven, dedicada en cuerpo y alma a una familia que no era la suya, pero a la que sentía como propia. Por las noches, junto a Sandra, el marido de Ana la recordaba ya como un personaje muy lejano. Un día de primavera, se presentó en la casa un notario; con gesto amenazante y una notificación que aseguraba que la casa ya no era de ellos.
Según él, había sido vendida por Ana el mes anterior, debían abandonarla en el término de quince días. La familia no podía creerlo, Sandra tampoco. ¿Cómo había sido capaz de dejar sin techo a su propio hijo? ¿Por qué no les comunicó sus intenciones? Es verdad que la casa era de Ana, había pertenecido a sus padres y ella la heredó siendo aún soltera; podía venderla con libertad, pero era muy extraño que lo hiciese de esa forma. A pesar de sus rarezas, estaban seguros del amor de Ana hacia su hijo. Algo grave debía estar sucediéndole para tomar semejante decisión. No tuvieron más alternativa que instalarse en la enorme casa que Sandra detestaba. Debieron hacer varios arreglos en ella, estaba muy descuidada, casi abandonada.
Sandra se hizo cargo de todo, tenía dinero. Ahora el padre y el hijo casi dependían de ella. Él ganaba un dinerillo con un trabajo de media jornada que prácticamente no alcanzaba para nada.
El comienzo de sus vidas en común en aquella enorme casa, los marcó a todos de diferente manera. El hijo, ya un adolescente, estaba encantado con el cambio. Presumía delante de sus amigos y no hacía más que pensar en la mejor forma de decorar su habitación; colgando grandes posters de sus músicos preferidos en las paredes. El marido de Ana adoptó una actitud sumisa, casi tímida con respecto a Sandra. A él tampoco le gustaba aquella casa, era oscura y demasiado grande. Saber que la joven la detestaba y no tener idea del motivo hacía que la sintiese más amenazante aún. Tal vez la odiaba porque había sucedido algo espantoso en ella; un asesinato, un secuestro, una violación. ¿Quién sabe? El caso es que Sandra deambulaba por la casa como una autómata, su rostro sólo recuperaba el color cuando salía de allí. Le propusieron ponerla en venta para comprar otra, pero ella se negó. No lograron que dijese nada más. Dos meses después, mientras estaban cenando, la televisión emitía unas crudas imágenes del momento de la caída de una importante banda de narcotraficantes. Un tiroteo, en el cual murieron sus principales integrantes; sus fotos destacaban en la pantalla. Una de ellas revelaba una Ana preciosa, con el pelo suelto y revuelto, vestida de negro y con una pistola en su mano derecha. Durante mucho tiempo y con autorización de Sandra, la casa fue su base de operaciones.

sábado, 14 de febrero de 2009

Una vida.

Acabo de leer un relato de Juan José Millás, de su último libro 'Los objetos nos llaman'. Me ha gustado tanto que tengo que postearlo, quiero compartirlo. Me encanta su forma de llegar, este relato, bien interpretado.. dice mucho.


Una vida.

Más que conocerse, se reconocieron, pues los dos tenían la impresión de haberse tratado en una vida anterior. Hacían el amor en cualquier sitio y en todas las posturas, como si buscaran un acoplamiento que les permitiera ser uno. Cuando cualquiera de ellos salía de la cama para ir a la nevera o al trabajo, el otro se sentía amputado. No soportaban las separaciones porque cada uno era el oxígeno del otro, la sangre del otro, el alma del otro. La excitación que les proporcionba encontrarse procedía del sentimiento de estar al fin completos. Solo estaban completos cuando se encontraban el uno sobre el otro, o el uno al lado del otro, o el uno debajo del otro. Se metían la lengua por todos los orificios del cuerpo, incluídos los de las narices. Estaban enamorados, en fin.

Lo sorprendente era que la pasión duraba. No la atenuaban ni el calor, ni el frío ni el paso de las semanas y las estaciones. A veces comenzaban a desnudarse en el ascensor para no perder un segundo del tiempo que se les permitía estar juntos. Llegaron a pensar que lo suyo no se parecía a lo de nadie. Lo ocultaban por miedo a despertar envidias, recelos, comentarios. Desde la altura de su completitud, observaban con cierta lástima al resto de la humanidad como los dioses observan con piedad a los mortales desde el Olimpo. Disfrutaban de la comida, del sexo, del cine, de la televisión, de la calle. Todo lo que hacían juntos adquiría una relevancia especial por el simple hecho de que ellos lo tocaban con su magia.

Tuvieron un hijo. Durante el embarazo, la tripa de ella había empezado a poner entre los dos una distancia que, con el nacimiento de la criatura, se convertiría en un abismo. Ella solo vivía para el niño, al que él observaba con amor y desconfianza, pues aquella criatura había sido de verdad una sola persona con su madre. Nunca nadie les podría quitar eso. Tal vez, pensaba, madre e hijo se pasarían el resto de la vida buscando una postura que les permitiera convivir como cuando él iba dentro de ella y ella alrededor de él. Al principio él creyó que cuando el niño creciera, ella regresaría y volverían a follar como locos, como si fueran las distintas partes de un alfabeto en busca de las distintas combinaciones para componer una frase. Pero el bebé se hizo niño y el niño se hizo adolescente sin que la pasión entre el hijo y la madre decreciera. El hombre observaba aquella experiencia con algo de rencor, pero sobre todo con asombro. le asombraba ver la cantidad de energías que la madre era capaz de dedicar al hijo. Aquello era amor, un amor desesperado, que es quizá el único amor posible. El se consolaba ocasionalmente con alguna aventura extraconyugal, incluso con alguna prostituta. No le importaba pagar, hasta le parecía más decente. Pero ni en las aventuras de pago ni en las otras encontraba el paraíso perdido.

Luego, un día, siendo el hijo ya un joven, se empezó a distanciar de la madre, que aceptó el alejamiento porque tenía preparado, para cuando llegara ese momento, un discurso según el cual los hijos han de separarse de los padres para crecer. En apariencia, daba al hijo todo lo que necesitaba para huir de ella, pero en la realidad este darle todo era un modo más de retenerle.

Lo consiguió durante algún tiempo, pero al final pudo más la obstinación de él que la de ella, que se quedó sola en el mundo.

Un día, entrando en el salón de la casa procedente de la cocina, vio a su marido leyendo un libro. Hacía miles de años que no lo veía. Comprobó que había perdido pelo, que tenía arrugas, pero por debajo de ese rostro reconoció al hombre del que había estado enamorada hacía tantos años. Le dieron ganas de preguntarle donde había estado, pero no dijo nada quizá porque comprendió que era ella la que se había ido y la que regresaba ahora, después de una aventura agotadora con un hijo que la acababa de abandonar. Se sentó al lado de aquel desconocido y habló con él. El le propuso salir al cine, a cenar, a visitar museos y comenzaron a conocerse, a reconocerse mas bien. El gran amor de ella, el hijo, pasaba a veces por la casa, pero cuando se iba dejaba en la mujer un poso de tristeza que lo teñía todo. Aún asi la relación entre el hombre y la mujer se fue recomponiendo. Hicieron el amor un par de veces y, aunque no les salió bien, ambos se dijeron que había vida más allá del sexo. Todo iba bien, en fin, y habría ido mejor de no ser porque un día, en medio de la noche, él se despertó, contempló a su mujer dormida a su lado y comprendió que jamás sería capaz de perdonarle todos aquellos años de ausencia.

domingo, 8 de febrero de 2009

Amor engañoso.

La entrada de hoy esta especialmente dedicada a Sandra Lustgarten, autora de este artículo. Hace unos días he tenido el gran placer de intercambiar un par de correos con ella, cosa que me ha hecho muy feliz ya que admiro mucho su trabajo como psicóloga y escritora. Seguiré publicando sus artículos con su consentimiento; creo que son tremendamente útiles para hacer un profundo análisis de nuestro comportamiento cuando estamos en pareja. Desde aquí Sandra, un cariñoso saludo para ti.


CUANDO EL AMOR ES ENGAÑOSO.


¿Cuántas veces estuvimos convencidos de que amábamos a alguien, sin darnos cuenta de que eso no era amor? Podría ser capricho, obsesión, temor a enfrentarse con la soledad, ambición, etcétera...
Intentamos convencernos de que estamos enamorados pero cuando se nos pregunta qué es lo que te hace amar a esta persona, no tenemos la respuesta, porque esa persona de la que creemos estar enamoradas no hace nada para merecer nuestro amor. Nada nos gusta, nada nos conforma, simplemente no toleramos haber fracasado en la elección y por diferentes motivos seguimos testarudamente intentando que funcione lo que nunca funcionará. El sentimiento que experimentamos no es amoroso sino de espera incondicional de un detalle, de una cuota de atención, y la respuesta a nuestra entrega en general es negativa y malintencionada.
Ostentamos una frondosa imaginación y fantaseamos creyéndonos completos porque amamos a quien en realidad no amamos. Convencidos de que nuestro sentimiento es amoroso y tierno, así esperamos eternamente la respuesta acorde a lo que entregamos.
Olvidando todas las veces que interactúan al mismo tiempo sentimientos contradictorios por no sentirnos correspondidos, ocultamos aspectos que nos disgustan, sobredimensionamos atributos en el otro, y seguimos albergando expectativas sobre lo que nos ha frustrado, con proyectos poco confiables, que no se concretarán con quien elegimos porque no tiene el perfil que acompañe nuestros ideales.
Nos mentimos, creemos lo que queremos creer, vemos sólo lo que queremos ver, aquello que puede desmoralizarnos lo tapamos, nos conformamos con lo que tenemos, aceptamos lo que nos dan, etcétera: y perdemos las pocas posibilidades que tenemos de ser felices, amados, reconocidos y de encontrar en el camino algo más prometedor y cercano a nuestros ideales.
Nos empecinamos en conseguir a quien creemos que amamos, pero en realidad no amamos, confundimos la atracción, creemos porfiadamente que podemos cambiar al otro con nuestro amor intenso.
Creemos que es amor, sin embargo el amor es diferente, se destaca por su transparencia, claridad, y solemos obviarlo, porque caprichosamente queremos conseguir lo imposible, lo inaccesible. Basta con que sepamos que es difícil de "enganchar" para que sea atractivo, para que se convierta en aquello que ganarlo nos lleva a sentirnos realizados en cuanto a lograr la meta, aunque implique una batalla, nuestra estima está bajo cero, no aspiramos a nada más que a tener esta cuota de compañía, una mentira piadosa, nos conformamos aunque sepamos que nos traicionamos a nosotros mismos.
Le otorgamos connotaciones importantes a aquello que quizás no tenía real importancia. Detrás de este autoengaño sabemos que se relaciona con lo que nosotros hacemos para sentir amor, con todo lo que luchamos para fabricar sentimientos hacia alguien que no es merecedor de los mismos, y nos autoconvencemos. Somos tan buenas que amamos aún con la indiferencia del otro, somos tan complacientes que no somos exigentes y perdemos el registro propio sobre lo que nos provocan las conductas desconsideradas del otro.
Nuestra escala de valores sobre lo que es importante en una relación amorosa ha cambiado y ya no tenemos tantas pretensiones como antaño, ya no exigimos, no esperamos nada, lo que nos den está bien con tal de sentirnos acompañadas -aunque sea mal acompañadas-, creemos que algunas respuestas se deben a un tema de educación y dejamos de tener en cuenta los verdaderos valores predominantes para elegir una pareja. Los excesos con la tolerancia, o el deseo de preservar la relación nos lleva a restar importancia a experimentar un sentimiento auténtico, a dejar de lado el desaliento, a ser optimistas acerca de nuestro futuro.
Estamos permanentemente atentas en tapar las faltas del otro, y hacemos a un lado las nuestras, creemos que ganaremos el Premio Nobel, ¿a qué?, sin lugar a dudas a las desahuciadas.
Es que tenemos tanta necesidad de volcar afecto que no importa a quién, a dónde, ni en qué circunstancias lo hacemos, ni si quiera nos planteamos por qué cedemos, amamos sin establecer condiciones y creemos que por eso nos merecemos en algún tenerlo todo, creemos que seremos premiadas con el amor incondicional del otro, quien no demuestra el mínimo interés en cuidar y resguardar nuestro amor.
Poder reconocer que eso no es amor verdadero, porque no podemos amar a otro sin amarnos a nosotros mismos, sin importarnos el dolor que el otro nos causa, no sentimos que sea valioso lo que podemos dar. Desvalorizamos el sentido del amor, no medimos el valor que tiene enamorarnos y no evaluamos.
El amor no se razona, el amor no se piensa, el amor no se impone, si cierta actitud me provoca celos, si verlo me hace sentir feliz, si lo extraño o lo pienso más de la cuenta estoy enamorada, aunque estuviésemos más cerca de una dependencia afectiva, o de la costumbre, o de la necesidad de estar acompañada, etcétera, si mi amor es intenso y fuerte puede sostener cualquier relación. Amar a quien no le interesa ser amado por uno lleva a la desesperanza, arriesga la salud psíquica, frustra y lastima.
Amar al equivocado nos aporta un gran vacío, la decepción al final del camino. ¿Por qué no hacer una lista de lo que necesitamos para enamorarnos y pensar si el otro lo puede ofrecer?: captar perceptivamente las barreras de quien no puede enamorarse para protegernos no sirve.
El amor primero es hacia uno mismo, de lo contrario no podemos amar a otro, sólo podemos construir un amor engañoso, traicionándonos.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Hombres

Hoy me gustaría ceder el protagonismo a los hombres, ellos también lloran. Me ha encantado este artículo de la psicóloga argentina Sandra Lustgarten, en el que podemos encontrar algunas pautas de conducta que ellos insisten en ocultar, por diferentes motivos. Desde aquí mi saludo cariñoso para todos ellos.

Dicen por allí que los hombres no lloran. ¿Por qué no debieran llorar, ni sentir? ¿Acaso están constituidos de otra materia que no es la humana? Los hombres también lloran, lo que pasa que intentan hacerlo a solas para mantener una identidad que les permita seguir siendo machos. Los hombres se angustian, los hombres sufren de ataques de pánico y de ansiedad, los hombres son también débiles frente a los sentimientos, los hombres también niegan y son estafados emocionalmente, ellos también pierden, ellos se someten, hay hombres golpeados, etcétera. Ponemos al hombre en un lugar de rigor, creemos que suele acomodarse fácilmente en las situaciones de dolor, lo vemos con una fortaleza incomparable y creemos que es invulnerable al dolor, lo estigmatizamos. Sin embargo, señoras, lamento desilusionarlas pero soy testigo fiel de que ellos también son de carne y hueso y padecen situaciones de sufrimientos al igual que las mujeres. Lo único que los hombres aún no pueden sentir es el nacimiento de un bebé, todo lo demás que hace a la función humana ataca al sector masculino, aunque a las mujeres les pese que les quiten ese lugar privilegiado de víctimas. Los varones también relatan victimizarse frente a ciertas conductas femeninas que les producen impotencia, su dolor es intenso y algunos tardan mucho tiempo en reparar situaciones que los han asomado al fracaso y a la denigración. Muchos no lo resuelven nunca y quedan instalados en esta agonía sin encontrar el camino de la felicidad.
Antes solían mantener sus fracasos en secreto, sin mostrar el sentimiento que les provocaba dicha situación. Actualmente, se animan a contar sobre sus desgracias, no sienten temor en mostrar sus debilidades. Antes creían que además se mostrarían sensibles y con características y rasgos puramente femeninos y sinceramente sentían que esta vergüenza era peor que la de saberse incomprendidos. Suelo atender a una gran gama de hombres con principio de depresión o en estados depresivos, con intento de suicidio, hombres que se vuelven herméticos, otros que se encierran en sus casas y no quieren salir al mundo después de una desilusión por temor a volver a vivir una experiencia dolorosa, etcétera. Creemos que el hecho de tener más fuerza los vuelve fuertes y no es así, olvidamos que los sucesos de la infancia también trauman a los varones que no han podido resolver sus inseguridades profundas y los propios temores.
Tengamos piedad de ellos, seamos misericordiosas, ya que ellos necesitan mucho del amor femenino, ellos también estuvieron alguna vez en el regazo de una mujer, y se sintieron contenidos, entonces ¿por qué no deberían añorar aquellos tiempos en que dependían de una mujer que los llenase de todo aquello que necesitaban para subsistir? ¿Cuántas de nosotras hemos calmado aunque más no sea una vez en la vida las ansiedades y angustias de un hombre desafortunado que ha sufrido por amor?
Ninguna puede negar que ha sido abastecedora de un varón, que lo ha ayudado a llegar a la cima de su trabajo, que lo ha apoyado en sus peores momentos, que ha completado sus vacíos e intensificado sus deseos de logro, que ha sido una fiel seguidora de sus convicciones y que ha limitado sus extravagancias, que lo ha aconsejado frente a sucesos indisolubles. Entonces, tomando verdadera conciencia de las veces que nosotras las mujeres solemos ser el bastón que ellos necesitan para apoyarse, reflexionemos al respecto y entendamos que los hombres también son de carne y hueso y que sufren.