Nací en Buenos Aires, particular ciudad. En mi barrio había altos edificios grises de alto standing. Tras vivir tantos años en el campo, hoy me doy cuenta que el barrio de mi infancia era algo oscuro. Demasiados edificios, al sol le costaba abrirse paso. Había, y hay también hoy, muchos balcones enrejados hasta el techo, son como pequeñas cárceles, una costumbre muy bonaerense. Protección absoluta para niños y mascotas.
De pequeña mi pasión era observar. Solía sentarme en el suelo del balcón para ver a la gente pasar. Justo frente a mi edificio había una heladería. Los de vainilla y dulce de leche eran mis favoritos. Tomábamos cantidades industriales de helado frente a la tele con mi hermano pequeño. Soñábamos con instalar una cuerda con una pequeña cesta en el balcón, que llegara hasta la heladería, para no tener que bajar con tanta frecuencia. Comíamos además muchísimas golosinas (también las vendían en la heladería), bolsas enteras. Sobre todo mi hermano, era un verdadero glotón.
Recuerdo claramente aquellos días. Sus aromas. Nuestros vecinos. El amable y solícito portero.
El momento de elegir el sabor del helado, o la película que veríamos. La pequeña angustia en la boca del estómago cuando me disponía a hacer aquello que me encantaba sin poder disfrutarlo del todo porque sabía que no había estudiado para el día siguiente. La inquietud de siempre, quedarme hasta altas horas de la madrugada estudiando o levantarme al alba y hacerlo al amanecer. Y luego aquellas siestas eternas. Siempre adoré la siesta.
Cuando me planteo visitar nuevamente mi ciudad mi cabeza no responde. Me gustaría encontrar la misma estampa, sin embargo sé que encontraré algo muy distinto. Como la última vez, hace 6 años. Llegué a una ciudad desconocida llena de gente conocida. Y me asusté.