viernes, 29 de enero de 2010

Nada.


- Hablemos.
- De qué quieres hablar.
- De todo y de nada. Empieza tú.
- Vale ¿Cómo te sientes?
- Pues bien, como siempre.
- No, como siempre no. A veces no te sientes bien.
- ¿Cómo lo sabes?
- Por tu expresión.
- ¿Tan mal me veo?
- No, pero tus ojos se transforman, de pronto parecen tristes.
- Qué va. Mis ojos no son más que eso, ojos.
- Tus ojos hablan.
- Que no, mis ojos no dicen nada. No pueden decir nada.
- ¿Por qué?
- Porque no siento nada. Y sin sentimientos no hay expresión.

domingo, 24 de enero de 2010

La espera.


Lo esperé durante una hora. No debí hacerlo pero no pude evitarlo. Era tarde. Aún así no me iría sin saludarlo al menos. Estaba oscuro y comencé a sentir miedo, la calle se vuelve peligrosa a determinadas horas. Mi atención fija en aquella puerta. Nada más abrirse la gente se aventuró hacia afuera. Lo busqué con la mirada, ansiosa, y distinguí su silueta a lo lejos. Joder, era él. Estuve a punto de echar a correr hacia el lado contrario diciéndome que era una locura. Años sin verlo. ¿Qué me hacía pensar que se alegraría? Siempre con mis fantasías infantiles. Siempre con mis gilipolleces. Debía convencerme de una vez: el mundo funcionaba de otra forma.
Me vio. Se dirigió hacia mi inseguro, como si no se lo creyese. (Si, coño. Soy yo). Su expresión decía: ¿Tú? ¿Eres tú realmente? Se detuvo frente a mi y me miró a los ojos con intensidad. Me faltó el aire. ¿Qué hacer? ¿Un abrazo? ¿La mano? ¿Derretirme y desmayarme? ¿Susurrar que está guapísimo y un beso? ¿Acariciar su rostro y sonreír? No, un hola fue suficiente. Luego el abrazo largo, sentido, reconociéndonos. Me cogió de la mano y me llevó a un restaurante cercano. Hablamos mucho y sonreímos regalándonos dulzura a cada rato. Me temblaron las manos. Mi voz fue diferente. Sus ojos echaron chispas. Los míos bajaron tímidos sin saber muy bien dónde posarse.
Ya en su casa, con la luz apagada dejamos que el resplandor de la calle delinease nuestros cuerpos. Me acerqué con suavidad y desabroché lentamente los botones de su camisa. Era él de verdad, me encontraba en sus brazos otra vez. Decidí abandonarme, lo haría por él y por mi. El sofá era pequeño pero serviría. Desnudos, mi espalda sobre su pecho, entre sus piernas. Su respiración en mi oído. Giré mi rostro para recibir sus besos. Abrí mis piernas para aceptar sus caricias. Probablemente el mañana volvería a ser una mierda. Pero nada me estropearía el hoy.

jueves, 14 de enero de 2010

Hazaña.


Desperté sobrersaltada, extraños sonidos golpearon mis sentidos. Miré a mi alrededor buscando su origen. Volví a sobresaltarme cuando di con el motivo. Descubrir la cara de un caballo negro en la ventana, lamiendo el cristal y dando pequeños golpes con su nariz, acabó por despertarme completamente. Supuse que se trataba de 'sangre'. Qué nombre, pobre animal. Cuánta luz. Claro, no hay persianas, pensé.
Se encontraba a mi lado durmiendo plácidamente. Una posesiva mano sobre mi brazo. Permanecí unos momentos observándolo, tan tranquilo, tan guapo. ¿Qué haría con él? Sabía que no podía plantearme nada a largo plazo. No era una pareja. No era un amigo. Era lo que era y simplemente me daba igual. Mi primer hombre. Había sido amable, cuidadoso y correcto a pesar de su aspecto y sus rarezas. En fin, necesitaba una ducha. Me levanté decidida a no mirar demasiado a mi alrededor. El desorden y la suciedad no lograrían estropear el momento. No miro, no miro. Bien, en un segundo estuve en el baño.
Me metí en la bañera. No hay grifo. No bajé los brazos, seguro que existía una forma. Estudié detenidamente mi entorno y descubrí unas tenazas en una especie de jabonera. Claro, por algo estaban allí. Las cogí y efectivamente logré abrir el grifo con ellas. Después de todo no era tan difícil vivir a su manera. No me gustó demasiado comprobar que tampoco había alcachofa. El agua salía directamente del caño golpeando bastante al llegar al cuerpo. Pero bueno, al menos tenía agua caliente, no podía quejarme.
Cuando volví a la habitación encontré un estupendo cuadro. Sobre el colchón, en el suelo, una bandeja cuidadosamente preparada con café, tostadas y atención al detalle: una flor silvestre en un pequeño vaso algo desconchado. Y él, radiante, dando pequeñas palmaditas al colchón para que me acercase.

- Buenos días preciosa. Estoy orgulloso de ti.
- ¿Por qué?
- Has abierto el grifo tu solita. Eso merece un premio y toda mi admiración. Ven aquí.

Y fui, feliz, a celebrar mi gran hazaña.

viernes, 8 de enero de 2010

Encontrar un sentido..



Tenía 17 años. De pronto tuve que sentarme, me faltaba el aire. Algo de enorme magnitud sucedió en mi cerebro. Aquel banco de la plaza sirvió para sostener mi atemorizado cuerpo. La pregunta apareció sola, sin razón y sin permiso. ¿Qué necesidad tendría yo, una estupenda y frívola adolescente, de plantearme semejante cuestión? El sentido de la vida no me incumbía. No me apetecía pensar aquello, sin embargo permanecí cerca de dos horas, casi petrificada, sumida en las más locas y absurdas reflexiones. ¿Qué sentido tenía la vida si luego te morías? ¿Qué sentido tenía luchar por todo aquello que decían que merecía la pena si luego desaparecías sin más? ¿Para qué molestarme en buscar pareja, trabajar, formar una familia si todo era una absurda, inflada y enorme burbuja?¿La vida? La vida no eran más que unos 60 u 80 años de paso, de trabajo, de...nada joder, no tenía sentido. Estaba obsesionada, la vida debía tener algún sentido. Busqué y rebusqué hasta dar con algo que me proporcionó un mínimo de esperanza. Comencé a leer algunas cosas sobre la reencarnación. Ah, claro, si el cuerpo muere pero el alma sobrevive y se introduce en otro que acaba de nacer la cosa ya toma otro color, ya existe un sentido. A partir de aquello creí fervientemente en la reencarnación durante un tiempo, era lo único que lograba paliar mi angustia, aunque no lo hablaba con nadie, desde luego no iba a plantear semejante cuestión a mis amigas. Lo más importante en ese momento era decidir qué te pondrías en la fiesta del sábado por la noche. Me sentía conforme con mi hallazgo. Nacíamos para morir pero nuestras almas eran eternas. Necesitaba hablar con alguien, contar aquel increíble descubrimiento, pero no encontré un receptor confiable, no me hacían caso. Sólo deseaba comprender. Aquellas fiestas se convirtieron en mi lugar de estudio. Yo no bailaba no, tampoco le encontraba sentido alguno. Tantas personas moviéndose se veían extrañas y absurdas. Me dedicaba a observar el comportamiento de la gente. Descubrí que era diferente. Intentaba seguir las reglas pero hablaba poco, a decir verdad casi nada. Decían que era timidez, tal vez, pero yo creo que era perplejidad. El mundo era demasiado, se me metía por los poros. Aprendí a vivir con aquella incertidumbre en mi interior, como todos, luchando por todo aquello que en teoría merecía la pena, a sabiendas de que la respuesta sólo la obtendría en el momento de cerrar los ojos por última vez. Hoy comprendo muchas cosas, quizá demasiadas. Desearía no haber aprendido tanto. Aquella perplejidad ha desaparecido. Hoy necesito expresarme.