
Cuando lo vio su pulso se aceleró. Coño, no comprendía la razón, su cuerpo actuaba sin su consentimiento, los colores subían a sus mejillas sin control. Detestaba que su aspecto hablase por ella, era ella la que debía llevar las riendas, sin embargo un simple mortal con brazos y piernas como todo el mundo lograba que sus manos comenzaran a temblar y que soltase por su boca esa especie de tartamudeo inverosímil, qué asco. Sólo alcanzó a dar media vuelta para comenzar a alejarse y así evitar males mayores, no se arriesgaría a mearse encima o algo peor delante de ese enemigo público, ese ejemplar condenadamente guapo que cortaba su respiración. Cuando se marchaba sintió un leve golpecito en el hombro, casi se desmaya al girar y descubrirlo frente a ella, un brevísimo jadeo se deslizó en el aire.
-¿Me dices la hora? (sonrisa)
-¿La hora? (Joder, no tengo reloj)
-Sí, la hora.
-No, no te digo la hora.
-¿Por qué no?
-Porque...
-Vale, adiós.
-Espera, no te diré la hora pero te diré otra cosa.
-Dime.
-¿Te apetece tomar un café?
(Sorpresa, segundos torturantes de espera)
-Mmm, vale, vamos si quieres.
-Quiero.
(Esta vez fue ella la que soltó una sonrisa seductora, más seductora imposible)
Vino el café, luego los nombres, las miradas, los roces, luego el amor el amor el amor, y entonces comenzó la historia más bonita de todos los tiempos, la mejor, porque claro, cada historia de amor es la mejor, la más intensa. Duró algunos años, casi como las anteriores. Antes del final lo miró con aplomo, llevaría consigo las experiencias vividas para dirigirse a su nuevo destino, allí esperaban nuevos brazos en los que refugiarse, nuevos caminos, esta vez intentaría hacerlos suyos para permanecer en ellos hasta el final de sus días, no más búsquedas, su corazón se encontraba agotado de acumular emociones, era hora de echar el ancla.