Tumbada sobre mi estómago me dediqué a relajarme. Los brazos en cruz, la cabeza de lado. Ajena, me abandoné en brazos de la indiferencia, todo me daba igual. Recordé, mientras caía en un placentero sopor, la imagen de aquel señor tocando el saxo en el metro, lo hacía muy bien, tanto que me detuve a escucharlo con interés, nos sonreímos. Cada día una sorpresa. Un sudor frío recorrió mi espina dorsal, me encontraba en un estado deplorable. Era infeliz y no tenía especiales motivos, suponía que sólo buscando la soledad encontraría cierta tranquilidad. Si conseguía el alivio mental, llegaría el alivio físico. Me dediqué a recordar, visualicé la cara de mi madre, qué hermosa era, pelirroja con rasgos muy finos. Vi la cara de mi padre, escuché su voz, siempre regañándome con cariño y acento italiano. ¿Adónde se han ido todos? ¿Por qué me han dejado sola en este apestoso mundo? La ropa me molestaba, fuera con ella. Así, desnuda, vulnerable, así era como debía presentarme a las puertas de la vida. No me apetecía encontrar nada que me reconfortase, para qué, coño, si luego volvería a caer en mi eterno estado de 'todo me resbala'. Si al menos bebiera, una buena borrachera era lo que necesitaba. Pero no, no bebía, no fumaba, mi necesidad de independencia era total. De pronto pensé en el viento. Sí, dejaría que el viento me arrastrase a su antojo, tal vez lograra depositarme en un lugar en el que me sientiese cómoda por fin. Mi lugar, aquel al que pertenecía pero no lograba encontrar, aquel al que llegaría sin más. Alguien me recibiría con una sonrisa, me cogería de la mano y me llevaría hacia la paz.