Somos imperfectos, qué alegría. Mi vida siempre ha estado marcada por el coqueteo permanente con el riesgo y eso me ha gustado, sí señor. He tenido el sentido común suficiente para saber cuándo debía parar, pero he disfrutado de ese riesgo. Siempre al límite, caminando entre los dos puntos. A los diecisiete, tenía una moto de cross, uf, lo que he disfrutado con ella. Eso sí que era ir a toda leche. Me gustaba provocar, pasando a toda velocidad por delante del lugar de trabajo de mi padre, un enérgico italiano que salía echando chispas hasta la puerta, para llamarme a gritos con la mano en alto. Qué escandaloso era..y cómo me divertía provocarle. Mis hermanos se portaban bien (bah, más o menos) y yo, muy mal. Tal vez por eso era su preferida.
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Lo hice. Cuando cerré aquella puerta dejé atrás a un hombre dolido y triste, pero sin odio. Me encontré con mis maletas en la calle, y a pesar de mis remordimientos me lancé a vivir los dos años más bonitos, fuertes, divertidos, locos, bohemios y sexuales de mi vida. Lo sabía. Sabía que existía. El amor generoso estaba allí, lo había encontrado y era mío. Había triunfado. El amor, entregado y recibido en partes exactamente iguales. Cuando me miraba, cuando me llamaba hermosa, cuando iba a buscarme al trabajo y esperaba fuera haciendo el payaso, yo intentando hacerme la profesional pero a punto de explotar de risa observando sus tonterías a través del cristal. Cuando corría a la farmacia al notar que me dolía la cabeza. Cuando permanecíamos hablando horas y horas hasta el amanecer, charlas espesas, profundas o ligeras pero siempre satisfactorias. Actor de teatro alternativo en sus comienzos, mucha bohemia, poco dinero, mucha cultura, libros, teatro. Ver mil veces la misma obra sólo para observarlo sobre las tablas, admirando su arte. Esperar los aplausos del final y verlo buscarme entre el público para ofrecerme un guiño especial, sólo para mi. Sus escenas de amor, un extraño y doloroso morbo al contemplarlas. Un amor genial hasta que llegó, como siempre, el inevitable y fastidioso momento de las decisiones.
- No lo harás.
- Sí lo haré.
- No puedes hacerlo, lo dejarás hecho polvo.
- No empieces. Las cosas no van bien y él lo sabe. Me ha dicho que no quiere tener descendencia, no puede enfrentarse a eso. Dice que no podría soportar ver el sufrimiento de un hijo. No voy a renunciar a la maternidad sólo porque él no logra ver las cosas a mi manera. No sé si quiero hijos YA, pero su drástica negativa me dice que no debo perder el tiempo.
- Pero bueno ¿Por qué no te quedas embarazada y ya? Sólo deja de tomar la píldora.
- Pero qué dices ¿estás loca? No le robaré un hijo, así no me interesa. Si no quiere, pues no quiere. Me voy, vuelvo a Buenos Aires, mi madre me ha llamado, necesita que la ayude con la empresa, viviré sola por primera vez, con 30 años.
- Joder tía, no te vayas ¿Cómo se lo dirás?
- No lo sé, ya pensaré como decírselo para que no me odie, no me odiará, estoy segura.
Me fui, dejándolo desolado. Hoy tiene tres hijos. El golpe que recibí al enterarme del nacimiento de su primer hijo fue... Luego me contaron que fue un accidente, estuvo cuatro días encerrado, desesperado, rogando a todos que no me lo contasen, decidiendo el futuro de ese hijo, que finalmente vio la luz.